miércoles, 15 de junio de 2011

PULSO (MADRID: AMARGORD, 2011) DE SILVIA GUERRA, POR REYNALDO JIMÉNEZ

REALEZA

capaz es una parte azul de crisantemo

I. Pulso. Silvia Guerra abre su libro-poema en aguzado potencial de intermitencia. Parpadea. Conlleva (contrae) des-intención. Alude a tempos del cuerpo. A la atención intermitente. A la intermitencia en tanto extrema posibilidad de construcción de sentidos. Y aun sabiendo que los sentidos son elásticos. Y aéreos.

Pues de entrada se sabe de pura salida que el sentido es intermitente. Porque la captación lo es. Porque sensible es ser así, intermitentemente. Además que el centro, múltiple móvil, que capta-emite, varía. En todo sentido varía. La variación constituye el pulso. Su ritmo es irregular. Corazonada.

Nunca dos veces la misma pulsación. Ni la misma faceta.

Pues si polisemia hay, ya lo iniciático sería: una vez se plantase, no cesara su eclosión. La del sentido ramificado que, en el poema, no se sostiene en un solo lugar. Ni sostiene siquiera un lugar. Siquiera la certeza aproximada de la deriva. Más bien la voz escrita pasa por “todos los lugares”.

“Habitar poéticamente…”: varia dimensión. A la vez. Aléficamente. Magmáticamente. De inmediato el poema hace oscilar los bordes, o sea los supuestos culturales o El Imaginario. Los hace saltar como guirnaldas bien serpentinas desde resortes impensados. La de Silvia ya no es, afortunadamente, “poesía uruguaya”. Se despegó del tic. Salió de paisaje para entrar en materia. Si es representativa de algo, ello no es un afuera-unilateralmente-incidente que recubra un contenido-adentro. Será ese algo, en todo caso, una inscripción. Tatuaje, pero piel adentro. La circulación toda tatuada de voz.

El poema, por su parte, es arcaico porque es corporal. La escritura es serpentina del soma. Y lo arcaico a su vez implica el intenso trato con lo incorporal. Continuo huidizo del numen, desde el que resaltan como en frisos de trasluces las imágenes precisas, las que se ajustan funámbulas al movimiento: la brotada/ prosodia reclamada.

Pero, al leer esa misma prosodia que se nombra, no deja de percatarnos la condición polisémica. Indicio de arrastres y potencias que el lenguaje no desconoce. Al leer Pulso, como ocurre también con Nada de nadie (2001), un libro anterior de Silvia, nos las tenemos que ver con otra concepción de realismo, si asimismo incorporal, integrador. Un realismo de la varia dimensión. De lo simultáneo que se inscribe con las percepciones siempre alteradas por el afecto. Vetas reunidas y circulantes. Y sobre todo: la persistencia conmovida. Cualidad oscilatoria de ese realismo que, por ende, se despega de las prerrogativas comportamentales de representatividad e imitación de Un Real. De entronización incluso de un Equis o Ene Objeto.

Este realismo no pretende transgredir ley alguna, ya se encontrase en los consensos sociales o literarios, ya fuese la propia Ley De Un Sentido.

La propia autora quizá lo consigne como si tallase en hueco aquello que sólo la sombra en movimiento ilumina:

Algunas de esas veces

hay una voz que

acude, hay una voz

que llega a beber en el

borde extremo de la

cuenca. Animal de la

estepa, verbo

inmenso…

El agua, la mano, la calavera. La voz atravesada por el verbo linfático. Que no instala una saciedad sino que busca comprender, a toda costa, abarcar, con la incantación que va trazando en el propio cóncavo del lector, los nódulos, dolor o desengaño, patrones de violencia y desencuentro y fijezas que pululan fuera del campo visual pero que inciden, producen. Mientras lo mínimo es inmenso y se destila entrando y saliendo y volviendo a salir más allá de ese campo, visual o magnético, lo familiar, lo que se acostumbra, frente (y junto) a la apertura, tras la torsión de origen que, fecundada por el enhebrado, se incorpora al nudo, a los enlaces verbales que sigilosamente Silvia dispone. Cañas de pescar imágenes en el viento. Qué otra cosa si no, presentimos, pudiera ser la alquimia verbal, de la que hablaron y hablan, y, sobre todo, encarnan, en su oscilar, los más videntes de entre nosotros.

Y es por esa faceta conectiva, ánima pneumática entre las facetas, que, a su vez, ambos: verbo y voz, se conjugan en recíproca interrogación. Ensamble de dúplices que al encabalgarse van geminando nuevas mutualidades entre previas distancias. La estela o baba de ese desplazamiento serpentino, para seguir hablando del sentido, es una gema líquida, que por momentos se condensa y otros se prende fuego.

Curiosamente este Libro de Imágenes insiste en el viento. En ciertas lenguas cuyos usuarios no han aceptado cortar lazos con las fuerzas naturales (en el sentido de convivencia sincrónica con el ancestral, esto es: humano e inhumano), se pueden atender diversas formas de nombrar a un ser, porque los nombres seguirían adaptándose a los modos y a las formas de ser ése. Partiría la conciencia del nombrar precisamente de una experiencia en varios planos a la vez, quizá multiplicidad. Quizá velocidad conectiva entre apartados, aunque en la zona de experiencia.

Cuál otra.

Turner se dedicó a pintar algunos de los infinitos blancos. Reparó, a su modo, mediante esa variación de óleos blancos, a veces al interior de un solo cuadro, una inmensa distracción general. Silvia por su parte sugiere, con esa detención del pincel que es detenimiento en una suavidad filosa, en un pulimento de los signos (en principio, la palabra viento), algunos de los modos de ser de ese ser, poderoso incluso en el alivio.

Quizá se trate de ser viento al escribir sobre él, al escribirlo. Viento, asimismo, las palabras. Remolinos de imágenes. Vientito del aliento en movimiento. Pero que penetra, sin fin, por el oído interno a la circulación (viene de circular y ahí continúa). El sentido es corpóreo. Irriga el pulso. Quizá se trate de ser viento.

De donde el poema es un procesador de la voz. La cual se multiplica por el detalle. Y la voz, en toda su impermanencia, es el procesador somático del verbo. Y éste, vertebrado de detalles. El detalle casi es lo único que cuenta. El ritmo (ensarte respirante de los detalles) funge de hilo conductor de la energía verbal. Que en Silvia no se agazapa nunca y más bien confiere un espesor de letanía a las imágenes rotativas, veloces a varias velocidades, que constituyen su inscripción. La cual está fuera de época, fuera de inventario, de argumentación o escenografía o coreografía mental alguna que le consiguiera adosar una ubicuidad de la que no sólo no depende sino de la que se exime por naturaleza.

De hecho, lo que acontece en Pulso no refleja las casillas comportamentales de rigor mortis: mujer-latinoamericana-urbanita-contemporánea. Ni seducción feminoide ni empuje fálico ni lamentación ante el tiempo ni esfinge en un espacio restringido. La naturaleza continúa atravesando apariencias y declaraciones definitivas. Y lo hace en cuanta variable le sea posible encarnar y, aun si fugazmente, destellar, persistir en el destello. Si la atención conecta sensiblemente, ya no se adapta a los universales. Silvia más bien conecta unos materiales precisos pero a riesgo de cierto desplazamiento, de asunto que se está desplazando, también, a condición de que esos materiales continúen trabajando.

Nada más alejado del modelo de La Poeta Actual. Debido a su interés por los cruzamientos originarios, los eventos fundacionales, está más emparentada con Sor Juana y con Góngora. También marcada, su poesía de los últimos años al menos, por gracia del intercambio energético con Marosa di Giorgio, Jorge Zunino o Francisco Madariaga, es decir algunos seres que vivieron en poesía, con quienes Silvia trabó amistad (otra forma de fundación) y a quienes leyó. No se deben estas menciones al burdo intento de establecer un linaje, ni siquiera un respaldo referencial. Se trata de poéticas muy distintas. Más bien señalamos afinidades en un sentido superior. Afinidades por las diferencias. Conversación.

Y el cuerpo, entonces, es fuente del ritmo, del indicio primordial, la magia originaria en acto reintegrador. En pleno movimiento del sentido (materia que sigue trabajando una vez que el compositor verbal se ha retirado) es que el poema deja de ser literatura (inventario) para permanecer en la intensidad propicia a la alegría misma de ese movimiento. Ese misterio del ser que se expresa en una lengua en transformación, que habrá que estar constantemente reaprendiendo. En esa filosa incomodidad, también.

La conmoción, que da origen o fundamento a ciertos ritmos, a determinadas asociaciones singulares, es un retorno multidireccional. El gesto que aúna acto y palabra es epifánico. Inaugural. Un proceso de transmutación. La voz (se escribe) mutando. No sólo cambia de forma al alternar velocidades, que a su vez presentan diversos planos de la conciencia, sinapsis, sino que cambia constantemente de naturaleza.

Se sostiene la voz como interdimensión. Se pone el cuerpo y encarna la encrucijada. Fluyen las inscripciones como raspadas por fuerza de una oscilación que ya no depende de referentes significados tautologías destrezas consignas iluminaciones universalidades contenidos marcas del estilo razones estrategias. Justamente porque se Está en la balacera de la especie, es que se trata de

Vencer sobre la gruta,

un hito, y vencer

es una cosa más del mundo, es un instante

para volver inmediatamente al punto cero,

al blanco en que se puede pintar lo que se

quiera; al blanco

para decir, el cero.

Dado que el pulso, igual que el punto, no somete al sentido.

El punto siempre es cero, el pulso siempre es en blanco.

El hito está en lo instantáneo que es un retorno, una supervivencia. También una pasión es una cosa más del mundo. Siendo no sólo una cosa, quizá sea lo indecible en sí. Lo indecible impulsa al retorno de (sin)fondo.

A diferencia del sentido, el pulso es involuntario. Hace de entrelazo. Canta el contraste. Rasga el orden y enhebra el desorden. Todo lo cual es inherente, tanto al dolor como a la epifanía. En su arrastre reminiscente, la incantación no se abstrae de los rumores de origen. Del viento anterior a su noción.

Vagidos, jadeos que el viento mantiene en vilo. Epifanía, hambre celebratorio, pasión de lo instantáneo-eterno. Latir constituye el sustrato activo del poema. Lo que late es conectivo, es la presión volcánica de un interior sin fondo. La conciencia de esa falta de fondo en un interior que ya no se puede recortar, deslindar. Es la índole irreductible, genera y gesta la palabra justa. Pues de justicia poética hablamos. El poema da lo que modula, ante lo incontrolable-inapresable. Se corren riesgos cuya magnitud es difícil, si no imposible, evaluar. La experiencia metafórica (al decir de García Lorca) también es un proceso febrífugo.

El poema se presenta abierto a las incontables corrientes del sentido. A la simultaneidad que por estratos trabaja la materia insegura. La resistencia inapelable, la fascinación arrasante, la delicia inmemorial, la fatiga transpersonal, la herida racional, el consenso pánico: todo lo atraviesa e instala un móvil, un penetrable, una rosa de los vientos. Circulación indómita, la del sentido en los verbos conectados por entrecruzares, por entrañamiento.

II. Pulso está secuenciando maneras de encarar el tiempo. No como tema de interés general, sino en cuanto a una urgencia que ya no interesa sino por los vértigos de su alcance acucioso. Y el vértigo del tiempo se torna, costura no siempre visible, el elemento perturbador por excelencia. Por implícito. Trae (y destila) la entera potencia de lo soterrado. Toda la presión del infinito interior, que no para de eclosionar. Ello hace a la impermanencia a ser expresada que también impulsa a esta inscriptura. Lo cual puede llegar a plasmarse con cierta crudeza anfibia. Sabe estar en varios estados a la vez (o pasar tan rápidamente de un estado al otro que se produce la sensación en banda del continuo) (un continuo que deviene mientras se entraña):

Sobando sombra curtiendo sobre esa

manta los prismas de la dicha

Apabullarse. Ahí, en lo cotidiano lo

infinitesimal del deterioro. Que desde la

apariencia y en coro se discute. Pasa esta

vez, mañana pasa.

No un paso a la vez, sino un torrente de desplazamientos vibrátiles. La conciencia temporal en tanto continuo-desvío (para eso, la emanación suspensiva del encabalgamiento). La catástrofe o su inminencia aquí está girando, porque no se escinde de la belleza (ella sí toda voluntad). Está encarnada.

Si de latir se trata, contra-entropía. En la aceptación de los tempos, corporales-corpóreos, el tiempo deviene alimento del ser que se busca íntegro. Hay en Pulso una absorción de la circunstancia mediante el ritmo. Y se sabe que la magia, aun si verbal, recoloca en el origen de la vida a través de la presencia en ritmo. Como si se dijera: el poema es un ramo de ritmos que eclosionan la multiplicidad de la presencia. Ahí hasta la muerte o el desgarro son instancias, estratos. Posibilidad.

Y porque en el poema se producen salidas del cuerpo. Esa fibra revela su veta contemplativa. Insurgencia, hacia otro cuerpo de palabras. El cuerpo se reintegra en la carne. Instancia de comunión entre lo orgánico y lo inorgánico. Entre lo idéntico y lo múltiple.

La voz, multívoca, multípara (autoparidora), multívora. No para de residir (más bien: se desliza) en lo implícito tanto como en lo explicitado. Los cataclismos y venturas del afecto serán para y en el poema todavía territorios en movimiento. Zonas liberadas (por la luz verbal). Ilesa manifestación del devenir: entre los yuyos membranófonos. Elementos en una variación de la que sólo parcial pero incisivamente dan cuenta el poema, las palabras o sus estelas en la mar de la condición, que es tanto humana como inhumana como transhumana. El viento no está colocado en otro orden que el oído interno, el que está creando también en aquello que, efectivamente, escucha.

Hay que salir de ese lugar que es trampa,

Traspasar la fiambrera


(…)

Así que ni hablar de que la compunción mantenga la posición fetal.

Tampoco alcanza con estirar la piel de extremo a extremo para hacer

un tambor, que vibre la membrana y que acuda al oído.

¿Qué es la escucha sino la expansión central, es decir la concentración en el feto, la percatación desde lo informe mismo pero hacia todas las direcciones del sentido, sobre todo aquellas todavía intuidas, nunca del todo esgrimidas, irrecuperables a las prerrogativas de cualquier logos? ¿O no es asimismo la escucha del poema una logomaquia, un tener que vérselas a cada rapto con esas prerrogativas y esas supuestas de condiciones de existencia, encarrilamiento del sentido?

Movimiento de vaivén, no como el péndulo que marca la fijeza inexorable, sino como la oscilación de una onda, de una térmica, de una corriente. Silvia Guerra aprende su escritura de las frecuencias. El hilo principal de sus texturas expresivas es ese flujo emotivo. Esa rítmica. Esa corazonada. Contención que da sostén.

Pues el pulso es una especie de perturbación que se propaga. Su principal característica, su corta duración. Y es como secuencia regular de pulsos que las ondas avanzan.

¿Y ese elemento perturbador, esa instancia de fondo que sin reparos el poema cultiva? Con el ahondamiento sensual de lo secreto y de lo que no tiene definitiva morada, sin forzamientos simétricos, Pulso equipara algunos lugares de la atención con instancias transpersonales. Emblemas cósmicos, corporizaciones, emanaciones, supervivencias (Warburg): ideogramas volátiles. Incluso el desespero, la raíz roída por (la conciencia de) la impermanencia. Facetada, hasta elevar una plegaria en son de paz, la pátina de viento, celebra la fugacidad.

Y es “ahí” donde eclipsa: sólo en lo furtivo, eternidad. Y en lo elemental: la inacabable borradura. Pero siempre en seguimiento de la luz y sus caminos, urdimbre que se explicita, configuración del textil arcaico, la escritura por estratos, lajas y vertientes, pero sobre todo corrientes de aire. Siempre el pensativo cauce: seguir un signo, acompañarlo por amor (a su incógnita, a su contundencia de objeto transmisor, a su potencia irreversible, a su llamado). Y por amor dejarlo ahí, en su remolino sonoro. Trompo de reminiscencias al irradiar.

En todo caso, aquello que de juego tiene la contemplación. Aquello que de infancia por suerte no subsanada, no curada de espanto, mantiene en vilo la apetencia de gracia. Aun en el desorden aparente de los sentidos y aun en el orden trans-aparente de los elementos. Las palabras del poema no haciéndose cargo de un mundo al cual reconocer, sino abriéndose, para abrir mundos, hacia lo inexplorado. Ahí donde lo más desconocido es, desde luego, el corazón. Lo más inhumano en lo más humano. Y viceversa.

Y tal gran ojo de los pulsos, llamado a voces corazón, ¿no es acaso el signo ultravivo de la pregunta: el signo fuera de símbolo y de síntoma: el continuo carnal de lo que agita y así vivifica a las palabras? ¿Poesía lírica no sería, por lo mismo, ahora, en un ahora suspendido por la propia incógnita: indagación del corazón, ya no sujeto éste a un programa de corazonadas como a una administración de funciones como a una organización de significados?

¿No se trata, tal como ocurre en Pulso, recuperar la primera persona precisamente por singular, sin preasignarle, de nuevo, la marca de una función de reconocimiento o normalización o redención, por ende un significado funcional: un linaje, un destino, un sentido? ¿No es en la indagación del infinito interior (Bataille), ése que no acepta concesiones al autoengaño y por lo tanto la poesía como una tarea de destrucción-construcción que se realiza como voz que trasciende a su escritura?

Cuando la voz, traspasando la letra, hace del oído corazón. Cuando esa voz trasciende en verdad de “este lado”. Cuando la voz está del lado de la escucha.

¿Muy por dentro de las palabras no se encontraría también, junto al U no es ningu (Tapiès) que enseña la impermanencia, aquella eclosión que jamás se despega de su infinito? Silvia Guerra compone como quien sigue vetas. La mena que ella persigue es lo que antecede y subsiste a la emoción y sus marcas. Es lo paraverbal, la intensidad de lo instantáneo-eterno relevada por unos verbos afilados como desfiladeros.

La belleza, siendo abisal, es incorporal: los accidentes constituyen la forma y nunca la forma predetermina los encuentros entre la voz y lo que, aun cantándolo, ignora. Es que no se trata de descifrar. Lo que está en juego es la capacidad de conjurar.

Es el sortilegio. El poema es brujería. Hay contrahechizos operando allí. En un presente expandido. En una condensación sin bordes.

Un primordio indicial, con el sabor ya concertado de su vértigo (por la perspectiva de deslectura que de entrada proponen estas piezas) se corrobora al sorprendernos leyéndolo, ya, a través del flujo lumínico del insecto facetado del ritmo, que aquí asume la antedicha condición de irregularidad y no un patrón mnemotécnico ni una matriz que escude. Ello demuestra una vez más que en poesía no hay burbujas verbales.

Aun lo más flotante no está separado de la condición de desnudez con que asumir, inevitablemente, a la experiencia. ¿Y qué es la poesía sino una entonación que se vive, una experiencia incorporativa que florece en cuanto tono? Pero el hallazgo formal de un tono no es todavía la poesía, la cual sobrepasa sus recursos precisamente porque los abarca.

La condición respiratoria, y mucho más si se apela al pulso (al pulsar), exige un cierto grado de unanimidad entre lo escrito y la consistencia propia del manar que agencia una voz, la certeza de que se está ante una voz. Es, por lo infrecuente, que Pulso traspasa la “escritura”, el “texto”, y arrima el oído al caudal de su indómito misterio. Bastante misteriosa es la voz como para adosarle el sabotaje anímico o aun animal, la sustracción de ese ingrediente llamado pathos y que en esencia no redime ni exime, siquiera, del gesto unánime, ahí donde tragedia y contemplación saltan a la soga en tanto unos extremos posibles del ritmo.

El ritmo (el pulso), se sabe, es inhumano. Su naturaleza es la eclosión. Mana de sí mismo en sí mismo se renueva. Es incesante y tan cambiante que juega con las velocidades del poema o el poema se vuelve juego de velocidades de la percatación. Así el lenguaje, que reencarna palabra, espesor por ende de la voz que, por detrás de lo escrito, es lo que se canta. Lo que incanta.

Dar, con la palabra, la que atraviesa al lenguaje tanto como a la lengua, ese puntazo sin más indicios de conciencia paralela por detrás de la nuca, desde el punto de máxima incógnita, preverbal, incondicionado por cierto, sin apoyatura en lo reconocible, por ende exento de preexistencia o futuridad.

¿No será que la palabra poetiza, se convierte en poesía por acción de una conciencia que por fuerza exploratoria se expande, cuando se desprende de cualquier función preasignable, de cualquier predestino: cuando encuentra la-gravedad-y-la-gracia en un presente sin bordes que avanza, relámpago, hacia los ojos concientes del lector?

Preciso escudriñar (y avistar), donde lo percibido contrae y expande a la vez, sacude (para precipitarlo) y casi acaricia (para asentarlo): otro golpe en el pulso. El puño del pulso. El nudo del golpeteo que da el vistazo y achispa la percatación. El lenguaje por suerte se pierde, se vuelve a perder, para ganarse palabra; en esa diferencia reside, desde luego, la gravedad del acto de nombrar.

Y a la gravitación de aleteo al nombrar en el fraseo de Silvia asume su foco alterno, ahí, en la respiratoria-puntuación, tras el supuesto-prosodia, entre la cinta-sintaxis. Poema-nudo-puño-pulso. Latir reguero de talismanes. Talismán ello-mismo en su impecable desnudez: realeza que / reza de modo/ indescifrable.

III. Deslizamientos tan delicados mediante, como las temperaturas afectivas que aquellos designan. Hasta lo clandestino del sentido atravesando la carne. (Nada más lejos del “filosófico rencor a la sensualidad” ya denunciado por Nietzsche.) Y, sin dejarlas estables ni en condición de mera coyuntura o yunta para encadenamientos secuenciales que favoreciesen nomás el sonsonete “sensible” de algún/a autoenaltecido/a locutor/a, sino la constancia sutil de una voluntad de conexión por vía de lo ramificado. Ramas de voltaje verbal donde el/ esplendor crece en la/ rama de la espalda.

El poema remontando a la voz asomada a un devenir arborescencia, como en un rito paradojal que borrase la huella de cualquier repetición. La insistencia del viento no deja de aportar la infinita variación.

Tras, o dentro, del finísimo ramaje enardecido, contemplación y alianza natural, con los ritmos naturales que el poema incorpora al explorar, nada más exploratorio que el acto de nombrar sin subsumirse a lo nombrado (ni fabricarle ya mínima sombra que amparase) y más bien montándose, volador-fluido, a las corrientes térmicas, temperaturas y gradientes que representan esa intemperie y la despliegan, afinándola, devotamente aun en lo/ engorroso de las/ copulaciones. Lo que de hecho deja boquiabierto al más pintado y sobre todo cuando, a continuación apretando letras hormiga contra hormiga, traslaticia, Sube y/ baja perfecta en trance/ la mañana físicamente/ pura perfectamente/ elástica.

Asimismo, porque perfecta en trance, la devoción insumisa de un palpitar cultivado (el viento lo salvaje del/ alma desmedida). Fuerza anímica que traspasa las representaciones y sus signos, representaciones al cuadrado. Silvia planta de pronto sus términos, incluso en su delicadeza hay una decisión trabajada, un vértigo incorporado. Así lo imprime el chicotazo luminiscente de ciertas imágenes con que destrafica y destraba, “desatadora de nudos”, una región instantánea e incorporal: ahí adonde ningún extremo imaginario o doctrinal disiparía ya la existencia conmovida. La percatación destilada de su enigma hecho carne. Donde la precisión aguza justamente. (Justicia poética, la que se cumple en el pulso que da sin fin sentido a cualquier signo.)

Los materiales verbales a la vista, muy a la vista, por cierto, como dispuestos en el taller. Un toque del pincel da la transparencia, que es resultado de las pátinas, de las sucesivas pasadas en claro, las herramientas del artesano incorporadas a través de sus rastros evidenciados por los recortes, los desvíos y los atajos por los cuales discurre o más bien corre la poesía de Silvia. Otorgándole todo ello cualidad de meditación en la luz. La cual no podría sino abarcar, también, la herida misma que se anticipa o se demora en la mirada. Herida del mirar sin ver, nódulo de entropía, o del ver allí donde ya no habría mirada, pasaje iniciático y analógico que se deja precisar en las líneas de persistencia conmocional, en las imágenes irreductibles.

Pero entonces, en cambio, un ver propio de la carne. Una táctil-visión como querría un José Val Del Omar. O un resplandor encarnado como en el nombre la llama que es la presencia, aferrada o perdida o soltada o encontrada o soñada o recordada o construida o deshecha o perseguida o a ser alcanzada o alcance del acto de nombrar en el percance de la imagen, ese ligero destiempo que sin embargo aún palpita, está en el tiempo. Y casi diríase: es en el tiempo que se afianza este otro tempo, multívoco, polidireccional. Esta temporalidad paralela que no excluye a aquélla, la que tiende hilos de animales/ no humanos. Y está claro que una antigua fuerza restituye, cura de la ausencia de sentido tanto como de la pretensión de sentido. Las palabras se hacen portadoras de un rocío, cuya dimensión es epifánica:

Y cuando el blanco del albor tiña las líneas

y suene entre las hojas el aire del estanque

es Alma, estremecida pronunciando

mi amor la sola línea. Sin pájaro

Tu nombre.

No aparece el nombre, ni mago que en el acto no desaparezca, en esa volátil y precursora de perfumes, ella misma reminiscencia, esa salpicada pradera omnipresente/ enervando cada tanto alguna/iridiscencia de la luz, sino el nombre del nombre, salido de sus cabales se allega el nombre tal vez porque pájaro no hay sino lengua que se filtra por las rendijas de la puntuación, corrida levemente de lugar.

La ironía, que no abunda y más bien soterra, ironía dulce y con una veta ténebre, también, dice a la vez lo contrario de lo que parece afirmar. Esa calma está, en todo caso, en lo instantáneo. Habrá presagio.

La sola aparición de un punto sin pacto ahí donde no se lo esperaría —la frase misma parecía provenir de un otro impulso y, de pronto, cobra el rapto suspendido de una imprudencia esencial, un arrojo que atraviesa los siglos de influjo torrencial que marcan esta respiratoria— o de una mayúscula como continuación de eso que el punto interrumpió para, en verdad, suturar.

Lo relacionante o conectivo no sólo signa una fisura y su sutura, sino la unción, o el deseo de unción, que ya no rige, apenas, y nada menos, conecta (para leer en voz alta, ahora, como la mejor manera de percibir esa insistencia del deslizamiento, por otra parte inherente, y, cómo no, habitada, o aun instigada, de inminencia, algo que está por desatarse maestría del encabalgamiento mediante): …es Alma, estremecida pronunciando/ mi amor la sola línea. Sin pájaro/ Tu nombre.

El encabalgamiento manifiesta la capacidad metamórfica en el poema; una línea, sola, se va transformando a lo largo de la sierpe invertebral, o más bien de la guirnalda que va constituyendo, siempre y únicamente, su vertebración a lo largo de su propio incidir. Hay una mordida en la oreja del escucha, ya que en Silvia, “el ojo tras la lupa” “Deviene/ en animal, hoyo en la tranca”.

El ojo y el oído, esos ajenos que nos sostienen el equilibrio, resultan mordidos pero a condición de entregarse a los elementos. Se trataría no de otra cosa que de su retorno a la desorganización. Al evento natural en el que no cabría una sola o distintiva noción de reconocimiento.

Más bien, la intuición del devenir, donde la metamorfosis implica transmutación, no sólo de rasgos o de propiedades sino de materia y aun de cualidad energética. Pero ese cambiar, siendo constante, no está dirigido a una conclusión. Es lo que García Lorca denominaba —a propósito de la incomprensión hacia una poesía como la de Góngora, tildada de hermética— experiencia metafórica.

Siendo la metáfora, no un “recurso perimido” (según pretende cierto decreto de preceptivas que se arrogan ese derecho de abolición de los recursos ancestrales y la innumerable experiencia colectiva allí destilada y condensada) sino una metamorfosis que se produce en tanto experiencia conectiva, la percatación de los devenires instantáneos en ella misma se comprueba. Es decir en lo pulsante y en la pulsión de traslucidez que en la metáfora se consuma, asociación y respiratoria. El hecho poético es experiencia metamórfica. Y desmentida de todo rasgo, porque se trata de fluir por y entre el ritmo mismo, ya no importando cuánta cantidad de idéntico se logre retener en algún casillero aún sin vaciar.

El sacudón de la conciencia, en Silvia, vuelve a ser, sin embargo, de una suavidad tan precisa que recupera la voz, el tono entre grave y celebratorio de esta voz, disminuyendo el “texto” a su menor condición. La voz en vez del texto. En todo caso, un textil: trama y urdimbre para seguir el fiel de la intuición. En esto lo femenino, que nada tiene que ver con los reclamos de género o la condición sexual-social: ninguna “poesía femenina”, en Pulso, sino lo femenino trabajando la materia —verbo y tema— desde el sustrato de percepción. Lo femenino cóncavo, receptivo, alimentador. No cumple funciones: constituye lo dador.

También lo que aúlla, rasga, reconstruye, impreca, contrahechiza. Vale recordar aquí que Silvia Guerra es autora de Fuera del relato, “Una biografía aproximada de Lautréamont”. Libro tan perturbador como perturbado —como todo, se dirá, en el aura de Ducasse-Lautréamont-Maldoror— de suyo desafía la delimitación genérica, desplazándose sinápticamente. Energía sinérgica y proteica que, siendo inclusiva, no se exime de las incomodidades más hondas del ser. Al contrario. Resaltemos nomás extractos casi al azar de sus (más) 180 páginas:

Las metamorfosis, lo que pasa de anhídrido carbónico a oxígeno del aire, una mano de seda a un guante putrefacto, una mirada de seda a un ojo de pescado, frío como la muerte. Buscar dentro de lo que conoce las cosas más delicadas.

De ojo a orificio invadido de gusanos, sabrás, escucharás, querrás saber: los insectos prefieren lo húmedo para empezar su tarea de desmantelar un cuerpo inerte. (…)

*
De repente sentir que una parte de algo —del cadáver del animal tirado al borde del camino— puede desprenderse alegremente un ojo y empezar a andar y saludar y saltar por aquí o por allí.

Algo aparece por debajo sustraído y sustrato de otro ancestro: la madre tenía miedo de tanta humedad en la cabeza, de su piel húmeda, de bebé, de rana. (…)

Pensó en esa visión que cada tanto se le aparecía, pensó en aquella tarde de adolescencia a caballo en que vio un animal muerto y putrefacto. Se acordó de cómo sintió subir la curiosidad, y de la náusea enorme, de la náusea tremenda que le dio vuelta y esa claridad que lo llevó al cuerpo de su madre.

*
El mal iguala. Retira a lo peor, lleva a un más allá que es, arrinconado. Vuelto hacia mí, la cara: no hay cara sino un rostro mudo que sabe que está ahí, percibiendo ese resto vacío y consumado, el enemigo peor, yo, mi enemigo, mi cómplice peor, el que no tendrá reflejo ni reposo, y el nombre entonces habrá de verse trasladado otra vez, en andas por la angosta escalera de caracol, por el pasaje a cuestas, este cuerpo dormido, subsumido, yerto. Tanta inutilidad, tanta destreza, tanta cosa masticada en la que no puede distinguirse nada.

*
Lo vacío del dolor pegando a hueco. Algo así pensar el mal. El mal, antiguamente, como el mar, batiendo. En el mal, en ese ruido a hueco, en lo metálico del abandono está el espejo. Eso creo, el espejo que refleje finalmente el rostro de sí mismo.

Se trata, evidentemente, de una preocupación crucial y en consecuencia de una indagación no sólo de lo siniestro sino también del mal. Parte de ese mal-de-horror, de ese oro-del-mal, de ese mar-del-dolor, no sólo como de un estadio del comportamiento sino quizá como de un constitutivo a revisar y conocer. Es, de provecho, otra forma de leer la historia —uruguaya, para empezar; humana, para seguir— en cuyo tratamiento verbal enraíza la experiencia metafórica. Que no es una decoración de los hechos sino una ampliación de lo real actuando como hiperconciencia del lenguaje.

Quizá el conjuro sea una borradura, o un deseo de borradura, de los referentes, junto a la del sujeto (pro-nominal). E implique aumento de intensidad (no sólo incremento afectivo sino espesor verbal). La cual ocurre en forma concéntrica. Hasta ahora inaudita. Será, sin añadidos, la brujería de las combinatorias oblicuas entre acasos y dones. Las partes cantantes del poema se vienen enhebrando a la vista, sin esconderse, en ausencia de trucos donde acá, decir algún acá, propicia el punto móvil, encrucijada, estación de ensamble, laboratorio portátil, reminiscencia, traslucidez de la interdimensión:

la propiedad del

blanco los campos

sucediéndose veloces por

cualquier ventanilla el

fragor de los cantos con

que empieza a percutir lo

inmenso la realeza que

reza de modo

indescifrable. (…)

Y la noche haciéndose a

sí misma adentrándose en

todos los resquicios

batiendo desde el

Oquendo centro hasta su

borde blanco, hasta la luz

que tienta en un pretil del

canto.


La poderosa irrazón de ese Oquendo centro hasta su borde blanco deja una impresión aparte. ¿Se trata de una alusión a Carlos Oquendo de Amat, el mismo que en la década de 1920 le adjudicaba una “visión análoga a los rayos X” al poeta Futuro? ¿Y ese pretil por el cual funámbulo el cantar se hace tarea de castor u hornero o bicho canasto (las equis de las ramitas cruzándose), transportador, alambique?

En la imagen se traba la distinción de lo oblicuo, lo salido de campo, el más allá que está en blanco, es la blancura unitiva, la fusión concéntrica.

Este ejercicio de tejer distancias entre las fibras del pathos, hace pensar en el desmantelamiento de todo sistema defensivo. A manera de una ampliación de lo personal, siempre presente, pero abierto, ya, a las intervenciones por estratos de la escritura. Proceso incorporal, viene sumando y va borrando, para establecer unos equilibrios no menos instantáneos. Grávidos de precariedad, aunque en trance de escucha. Ya que escuchar es extático.

Es, al extrañar el antebrazo, oír recitar a Silvia, o más bien a la otra voz que permite que la construya, mientras se des-desdobla y la saca por una mecha encendida. Contiene ya todo estallar y aun su destello o su traslúcido:

Y los pactos

son eso, o están ahí,

un fruto a punto la

taxonomía del instante

y el ojo prendado con

que pasa de consecutivo

a inmediato (…)

Baste para señalar el hecho: esa traslucidez adquiere visos de velocidades que sólo a la luz intraverbal pueden parecer detenidas o muy lentas. El encabalgamiento opera como un imán respiratorio, en tanto recurso plástico de la prosodia (a veces para cortar el aliento más que para seguir una ilusión de melodía). Tal eternidad de las imágenes es una alianza con la taxonomía del instante. Ese imposible posible. Desde luego se requiere para ello una confianza extra, una inocencia (con todo su rigor), una fe, aun, en las alegrías contradictorias, incluso arrasantes, del nombrar, justo y precisamente, mientras se nombra. La acción concéntrica del sentido es ritual, ahí el rito nos hace expertos de inocencia.

Si el fragmento citado alude a los pactos (cuánta experiencia humana condensa por sugerencia este término: a mayor capacidad de sugerir, mayor registro afectivo), no menores serán las taxonomías o las ubicuidades diversas, diferidas, del instante. ¿Habrá un lugar donde ponerlo? ¿Cómo fijar en nociones de espacio lo que no se ubica ni se regula desde un afuera? ¿Qué será esa interioridad natural que no es un artificio porque es, de suyo, inhumana: ese aspecto de lo inhumano que “no es orden ni desorden”? ¿Qué hacer con ello si no avanzar con ojo prendado, ése que pasa de consecutivo a inmediato?

IV. Velocidades implican alternancias cósmicas, magmáticas, telúricas, probablemente a la menor distracción imperceptibles. El día, la noche; el sonido, el silencio. También evoca los ciclos regulares (el campo) así como los ritmos naturales de lo irregular (el viento, constantemente, inestable e inmaterial atravesando lo sólido). Y más: la sucesión de los días. El alba, la tarde, la noche. Las transformaciones se desgranan para la dispersión, añaden toques y pinceladas para la gema velocísima de la imagen irreductible. Azul, oro (minia de la iluminación). La meticulosidad talismánica de esas gradaciones. El propio blanco, un talismán.

Blanco. El blanco. Lo blanco. En blanco.

Músculo, aorta, pleura, hueso, falange, falangeta, alvéolo, glotis.

Elementos de una danza que se autogenera. Un movimiento extático y por lo tanto una inquietud iluminada. La luz también es viento. Y es de viento el cuerpo ampliado desde dentro.

Entrevisión, diorama, dínamo. Extravisión, dispersión de semillas, receptáculo.

Tratándose de una articulación, de una sintaxis (Silvia dentro del reducido grupo de los exploradores actuales de las probabilidades sintácticas) por completo apersonada, acuñada por la presión expresiva de las yemas. De los parpadeos cuerpo a cuerpo con el enigma. Y también (repitámoslo) con su celebración. Porque es recordar continuo el itinerario de Pulso, por momentos autodeclaradamente alucinatorio, de desembocadura en más desembocadura hacia lo abierto. Pero la eclosión es al infinito interior. Recordatorio del enigma, que es inmenso e indócil.

…entre la franja

nos abarca: la anguila

escurridiza de los tropos

mudanza sobre mulas

traslada la figura desde ahí

a un más que el tiempo abre

la luz de procedencia

incierta parece lo que en fuga

perdura de todo aquel fulgor


¿La inquietud del tiempo, si acaso, su desarreglo (“de todos los sentidos”) en otro andarivel de la armonía, la configuración de las escalas mezcladas de los ciclos que se coyuntan para volver a desparramarse, rotación de los momentos en gradaciones imprevisibles de las que algo que ya no es mero lenguaje escrito se hace carne (y no cargo)?

El arco iris (dicen los que dicen saber) no tiene fin. Los tonos se empalman unos con otros y van formando el encabalgamiento, esa no-estrategia basada en la ampliación suspendida de perspectivas, cualquiera fuesen. Una insubordinación de la voz cantante que apoyándose en el recurso salta más allá. Siempre hay horizonte, implícito pero envolvente, en la poesía de Silvia Guerra. El encabalgamiento aquí no sirve al sostén de algún dominio. La prosodia reclamada se va impregnando con lo mismo que hace advenir. El encabalgamiento puede ser un trabajo por sucesión desencadenante de transparencias.

El poema avanzando por gajos, por diagonales, por remolinos ahí se habla del viento como en su eterno retorno. Y el retorno de la voz en la secuencia varias veces milenaria y por eso mismo abierta a lo que vendrá, a la incógnita en sí de la que nada se podría predicar. Y va el ensarte del collar de motivos, irrazón de por medio, con las transparencias del cuarzo y las opacidades en estratos (fuego condensado) de la obsidiana: el ojo tras la lupa, ojo de agua, alucinaciones en un campo vacío, campo abierto, fondo de ojo, primera trama… La secuencia abre un contrarrégimen metonímico incontestable.

Y si de términos sin término se trata, lo contrastado es un enhebrado de la voz entre fluidos que son potencias del significar. Esto es, del decir como un pronunciar. La experiencia metafórica es tan precisa que básicamente es una experiencia de precisión. Adonde se da el ensamble interdimensional. Tiene la gracia de un encuentro. Que será con la vida cuando con toda precisión deja de hacerse descripción en una sola mano para resonar, con brillo y opacidad a la vez, en la percatación mágica del asunto. Del asunto de estar vivos. Y “saberlo”. ¿Saberlo no será despertar? ¿Y despertar no sería a otro nivel de conciencia, otro estadio de percatación?

No es poca cosa, ni cosa alguna que le suceda al siempre inoportuno locutor de algún mensaje, algo tan desgraciado cuando impacta tanto los ojos de alguna avidez entre tantas, que no permite escuchar. Por eso, para volver al hilo de inicio de este tapiz, el título del libro no podría ajustar mejor ni más inquietantemente con el margen del margen del margen que este libro deja abierto.

Realeza será, desde esta perspectiva, un término que designa una entidad que no se ubica, que no se cierne, que no se prescribe pero actúa, en cuanto a la eficacia de la fluidez del frasear, acordeones o armonios tácitos del plegado encinto de presagios que las resonancias llevan a Silvia Guerra a unos lugares que, siendo familiares, están extrañados. Mortalmente extrañados.

Dejándose leer el pulso poema mediante uno descubre que es la (quebradiza, inextricable, compleja) emoción la que avanza y puntúa. Que es la palabra recuperada en toda su arcaica sofisticación, en el sentido de su utilidad espiritual, por las marcas nunca inmóviles del afecto.

Hay una riqueza del pulso. Y esa riqueza es veloz. Es ágil y ajena. Ni el cuerpo nos pertenece. Pero el cuerpo canta. Es desde el pulso que el poema surge. Silvia Guerra escribe cosas así.

Cuando la poesía no se reduce a reproducir apariencias o demarcaciones supuestamente objetivas de la experiencia social, transmuta la entera realidad en el lenguaje. Y el lenguaje transmite realidad ampliada. Realidad en movimiento. El poema es realidad (quizá también raridad, rareza) de lenguaje. Y es transformando el lenguaje desde sus alcances afectivos que el poema modifica, indudablemente, a la realidad. Ahí la realeza.

Esta pasión de realeza desborda objetos y sujetos, referentes y significados, linajes y destinos. Implica la gran desmentida, la del poema, la de las imágenes irreductibles. Resistencia. Persistencia en lo intenso.

El viento en el poema habla, se vuelve a sentir. Sacude y calma. Boquea contradicción. Canta entre dientes. Silba feliz e impreca a la desolación ambiente. Mueve reminiscencias. Las cultiva mediante el tamiz de su sigilo. Ondula el poema. Sí, Lautréamont, Rimbaud. Pero también el resplandor.

Ese llamado del alma a un más allá no desencarnado sino entrañado en la luz. Incluso la invisible (sobre todo ella). Luz del viento. Luz de los órganos que se desorganizan para el acto de fusiones tan instantáneas como impregnantes, ocurriendo ya no sólo, entonces, en el lenguaje. Sino en el alma del lector (si eso algo le significa), atendida por el viento alumbrado del verbo. Entiéndase, mejor: autoalumbrado. Esa verdad particular y pequeña-inmensa del estar. Esa verdad generatriz. Que no participa una consistencia sino que es de hecho una zona liberada. Una zona de vasta comunión, entre dimensiones. Eso inesperado, quizá alucinatorio, quizá lente intelectivo, que la desesperación, cualquier desesperación, no tendría cómo incluir en sus inventarios.

En esto la fuerza del envión poético, de la concurrencia múltiple que invoca y presenta a ojos vistas de la corazonada, prodiga (pro-cura) una puesta en tono. Una tonificación. En el entonar que hace del poema un instrumento curativo. O simple espacio a la posibilidad de lo inter. Intermitencia, interioridad, interdimensión, interpelación, interacción… El entre que devuelve al magma los entreveros de las identidades en pugna. La operación mágica en la que el ejecutante de la magia es la pieza transmutando. Los poemas de Silvia permiten apreciar esa transmutación. En cierto modo están trabajados desde dentro por esa minuciosidad acuciosa de una condición gerundial.

Continuo cuerpo en el que todo, aura y osatura, absolutamente todo, en simultáneo, se juega.

Quizá la experiencia metafórica —metamorfosis de las (id)entidades, donación corpórea de la voz, inscripción de las fuerzas en tránsito— consista todavía “como desde siempre” en el intento de esa escucha extática, mixturada: “pagana”. Asunción de la voz hasta del requiebro (haciéndolo parte de la partitura) e insumisión (donde persisten los fluidos del entre). La rebelión al infinito y el latido inmóvil, abarcando. Escucha sigue voz habitada. El aspecto ritual del poema restituye la franqueza de un presente abierto. Ahí el subyacente horizonte.

Y qué no se escucha en la vibrátil del libro al conectar el oído al corazón.

Afán de integridad multánime entre el signo y el soma. Pasión, como no podría ser de otro modo, manifestada en crudo; cuyo trato principal, votivo y nutricio, es con el numen.

En la torre pasaba algo que tenía que ver con lo que huye.

Era desmoronarse para volver de cero a hacer el barro. A construir

desde la galería. La gravedad tiene su peso y tira. Pero entre tanto

alguien canta en la noche, alguien toca una flauta.


***

Silvia Guerra nació en Maldonado, en la costa este del Uruguay. Ha publicado los libros de poesía De la arena nace el agua (Montevideo, 1986); Idea de la aventura (Montevideo, 1990); Replicantes Astrales (Montevideo, 1993. Primer Premio de Poesía de la Intendencia Municipal de Montevideo 1990-1991); La sombra de la azucena (New York, 2000); Nada de nadie (Buenos Aires, 2001); Estampas de un tapiz (New York, 2006). Es coautora de un libro de reportajes, Conversaciones Oblicuas / Diálogos entre la cultura y el poder (Montevideo, 2002) y de los libros de correspondencias: El ojo atravesado I. Correspondencia entre Gabriela Mistral y escritores uruguayos (Chile, 2005) y El ojo atravesado II. Gabriela Mistral entre los uruguayos (Chile, 2007). También publicó Fuera del relato, una biografía aproximada de Lautréamont (Bassarai, España, 2007). En 1989 participó del encuentro colectivo interdisciplinario "Viva la Pepa: 10 poetas, 10 plásticas", en el que intervinieron músicas, plásticas y poetas. Entre 1990 y 1993 formó parte del grupo editorial Ediciones de Uno. Fue una de las organizadoras del Primer Festival Hispano Americano de Poesía en Uruguay (1993) y de la Primera Bienal Metropolitana de Poesía en Uruguay (2006). Actualmente edita, junto a Roberto Echavarren, el sello de poesía “La Flauta Mágica”.

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